Ellos tuvieron visión de futuro dejando su destino en el suelo de una
tierra noble que los cobijó. Viajaron
tras la búsqueda de encontrase a si mismos, hallando una familia y un hogar.
Hoy, agradecen haber encontrado una región
que abrió sus brazos sin restricción alguna a sus anhelos y deseos de aventura
o superación. Es por esta razón que aquellos conocidos inmigrantes de origen,
son ahora guayaneses de corazón
Ada Victoria
Serrano
Fotografía: Luis Castillo
Fotografía: Luis Castillo
En
dos hemisferios cinco países apuntaron a uno, Venezuela. Viajeros oriundos de
latitudes lejanas echaron la suerte en una maleta y sin ver atrás decidieron
cambiar el rumbo de sus vidas, por ello dejan al descubierto el motivo que los
trajo hasta la tierra que hoy les pertenece.
Echando una ojeada
a través de los años se puede ver que la identidad guayanesa es espejo de un
abanico multicultural que germinó en períodos claves de la historia venezolana.
Imagine por un
momento qué habría pasado con determinados aspectos de la vida cotidiana de la
cual hoy goza, si no hubiesen llegado esos primeros inmigrantes, los
conquistadores españoles. ¿Se conocería lo autóctono de este país en el mundo?
o por el contrario ¿sabría usted que en Florencia se hallan las huellas de
personajes como Dante o Miguel Ángel, que la imagen del Tío Sam es usada en la
recluta de jóvenes para el servicio militar en los Estados Unidos, que El
Líbano está bordeado por el Mar Mediterráneo,
que el bossa nova es de origen brasileño o que en España hay idiomas
co-oficiales como el gallego?
Sin duda alguna el
intercambio cultural ha representado uno de los legados más significativos en
el crecimiento de la sociedad actual. Muchas vías fueron las utilizadas para
materializarlo: el comercio, la religión, el lenguaje y hasta la propia gente.
Tomando en consideración ésta última, los movimientos poblacionales dejaron
ayer y marcan hoy la huella más intensa en cuanto a integración cultural se
refiere, ésa que puede ser observada desde cualquier punto del globo terráqueo.
Un tropiezo con el
destino
La experiencia de los
años se refleja en su mirada y el acento de la tierra florentina lo deja en evidencia, divorciarse de Italia
no resulta fácil y más aún cuando de platica se refiere.
Giampaolo Zanichelli -con un apellido que a
muchos no le resulta familiar- es uno de los personajes que con casi cincuenta
años en el país dejó atrás a su amada Florencia. Como señala él mismo, un lugar
considerado “la cuna del arte” de la cual muy pocos emigran, pues tiene todo
para ser feliz: turismo e industrias, historia y economía, la combinación
perfecta, ¿no le parece?
No obstante, como el ser humano a veces piensa
con el corazón, Zanichelli se enamoró y ése fue su motivo. A los veinte años
llegó al continente, tras una novia que tenía tan sólo dieciséis.
“Amores de muchachos”, recuerda con sutil
agrado, fueron esos los que lo empujaron hasta Venezuela.
Él tenía que prestar servicio militar por dos
años y dijo a su familia que se iba justo por ese período. Sin poder enlazarse
en matrimonio, porque eran muy jóvenes, este aventurero le echa la culpa al
destino, ése que lo llevó al lugar de sus sueños.
No le hizo falta ganarse la lotería del
destino con el número dos, porque fueros dos años por los que se vino y dos
meses que transcurrieron antes de terminar con su llamado “motivo”. Veinte
años, ¿y ahora?
En Caracas tenía un tío político y se fue con
él a trabajar hasta Barquisimeto.
“Me adapté, al principio pensé en ahorrar para
comprar el boleto de vuelta”, agregó. Pero luego de casi tres años cambió de
parecer, pues se dejó flechar por las venezolanas.
A los
veinticinco años se casó, pero fueron sólo diez años de matrimonio.
Zanichelli afirma creer en el destino, pues si
se pone a atar cabos, llegó en el año ´58 a Guayana de paseo, por la visita de
unos primos de Italia quienes habían leído en la prensa que acá se conseguía el
oro en la orilla del río.
No sería El Callao, sino la Paragua, donde se
emprendió la travesía del tesoro. Recuerda que durmió a la orilla del río y que
observó detenidamente el Centro Cívico y la calle de Castillito.
En Barquisimeto se ganaba la vida
administrando una bomba de gasolina y luego compró un camión, ya que había gran producción de caña de azúcar. Luego se
puso a vender libros de puerta en puerta. Llegó a esta labor por un aviso que
leyó y que decía “gánese 5 mil bolívares mensuales” que era “un dineral” en
aquella época, comentó.
A los tres meses ya estaba de supervisor y
luego lo nombraron gerente, para finalmente llegar a los negocios de la lotería.
Una invitación a Guayana lo trajo de vuelta;
la excusa, una inauguración de la lotería de animalitos de la época. Dos días
que se transformaron en una semana y en un buen porcentaje, lo ataron al suelo
guayanés.
Después de seis meses
buscó a su familia en Barquisimeto y se los trajo. Hoy ya tiene treinta y
cuatro años en la región y cuatro hijos, quienes le han dado la dicha de
disfrutar de sus tres nietos.
El haber vendido la
bicicleta con la que llegó por no conseguir licencia y placa en los tiempos de
Pérez Jiménez, no le costó. Admite que tiene un peso en la consciencia por
haber dejado diecisiete años sin ir a Italia. Confiesa extrañar de Florencia a
su madre y hermanas, no obstante se nacionalizó venezolano cuando tenía 37 años
y ya compró su tumba para que sus restos sean enterrados en el suelo guayanés.
Señaló que el italiano por venir de tan lejos
y dejar a su familia para tratar de mejorar el estatus de vida, dando el todo
por el todo, lo hace más responsable. Por esta razón es tan estricto y
cumplido, pues es un reto consigo mismo.
Zanichelli aprendió de la forma de
negociar del venezolano; se nutre de sus amistades criollas; practica muy poco
el italiano; le gusta el clima cálido, el lau lau, el queso guayanés y la
carota negra; lleva como obsequio a sus familiares ron Cacique y artesanías
autóctonas; recomienda los Castillos de Guayana, Canaima y Ciudad Bolívar -por
su historia- como sitios turísticos. Dijo que si le tocara emigrar a otras
tierras volvería a Florencia, sin embargo dice que Guayana es un “todo, es una
tierra del futuro”.
Un viaje, una
misión
Venezuela se tornó un sueño para
este misionero. Nunca antes José Carlos Ferreira de Oliveira –tomando el
sobrenombre de su padre, como es usual en Brasil- había escuchado el nombre del
país, ni siquiera sabía en que parte del mapa se encontraba.
Al congregarse a una iglesia, José Carlos decidió entregar sus
vacaciones para hacer una misión especial en Santa Cruz de la Sierra en
Bolivia.
Con acento portugués, este pastor que labora actualmente en una iglesia
cristiana, regresó a su país y manifestó el deseo de continuar sus misiones.
Con treinta y dos años, este brasileño nacido en Candeias, una ciudad que está en la costa, cerca de la
capital de Salvador, Brasil, siguió la encomienda -como él señala- del “Señor”,
por intermedio de su pastor quien le dijo que no era Bolivia, sino Venezuela su
destino.
Sólo pasaron tres meses para
arribar al país y hoy día casi completa una década de estadía en estas tierras.
Sin hablar español y sin conocer a nadie, comenzó su peregrinaje,
dejando a su esposa e hijo en la ciudad de origen. Después de cuatro meses los
buscó.
Su relato lleno de emoción lo llevó a recordar ese primer día cuando
llegó aeropuerto de Ciudad Guayana, en donde se arrodilló y besó el suelo,
diciendo “a partir de hoy esta es mi tierra, es mi nación y es mi gente”.
Es así como decidió adoptar a
Venezuela como su país y a los venezolanos como su familia. Nunca sufrió
rechazo, ni rechazó y admite que una de las cosas que lo llevó a tener más
éxito fue evitar hablar de Brasil y caer en comparaciones.
Este brasileño afirma que Dios le ha
permitido en su estadía ayudar a muchas personas, a construir familias,
cooperar con los necesitados y es así como formó la “Fundación Leche y Miel”,
obra social dirigida a los ancianos.
De igual forma, su inquietud no quedó allí, por ello comenzó a hacer
programas en la radio y recuerda que la gente en un principio se burlaba de él
y lo criticaba, porque casi no hablaba el español y tenía dificultades de
palabra. “Salía más el portugués que el español”, añadió.
Confiesa que el día más especial
fue cuando recibió su ciudadanía, hace dos años atrás. Un recuerdo le invadió
la memoria y fue el preciso momento cuando entonó el himno nacional que le
pareció muy similar a un episodio de su infancia en el cual cantaba el de su
país. Esto le llenó de lágrimas sus ojos.
Admite que tuvo su cruz cuando
Brasil jugó contra Venezuela en un encuentro futbolístico, pues no sabía a
quien iba, pero en el fondo deseaba que la “Vinotinto” ganara.
Para aprender el español este pastor
se unió a los niños, ya que por su inocencia no lo criticaban. “La enseñanza
fue muy dulce”, afirmó.
José Carlos no sufre extrañando a Brasil. Su aporte a la cultura
venezolana se ha tornado hacia el desarrollo de la fe, por medio de programas que le han permitido asumir desafíos, alegrías, rechazos y éxitos, con momentos de
debilidades y otros de fortaleza.
Admira del guayanés la
forma de aceptar a los que han llegado a
su suelo. “Es una ciudad donde no hay rechazo a los extranjeros”, agregó.
Él ha tenido la
oportunidad de viajar a muchos países como Israel, Egipto, México, Ecuador,
República Dominicana, Italia, entre otros y uno de los obsequios que siempre
lleva es la bandera de Venezuela. “Cuando dejo una bandera en una ciudad, sé
que aquel lugar o país va a estar orando por nosotros”.
Condecorado como embajador de la paz para Venezuela en Israel, este
pastor define a Guayana como un
sueño realizado. La casa que Dios le ha hecho habitar. La tierra prometida.
“Para mí, esta ciudad es un reino de paz”.
Sin abandonar la “fariña” de su menú, este brasileño se adaptó
fácilmente a la gastronomía venezolana, pues en su país también son muy
carnívoros. La sopa de mondongo es uno de sus platos favoritos. No obstante, le
llamó la atención el aguacate, pues el venezolano lo come como una verdura en
las ensaladas y el brasileño lo usa como fruta y se toma en jugo.
La aceptación que ha recibido como ciudadano venezolano, ha sido el
mayor regalo que le ha dado esta tierra.
La vejez para este guayanés de corazón “es una dicha para aquellos que
tienen la oportunidad de pasarla”, es por ello que afirma que no sólo pasaría
la vejez acá, ya que si le tocara morir en esta tierra, sus huesos tienen que
quedar en ella.
Simplemente una
aventura
Ramiro García se declara un turista
aventurero. Oriundo de Galicia, España llegó a Venezuela a pasar unas
vacaciones que han durado veinticuatro años.
Se vino
después de hacer el servicio militar a los veintidós años de edad. Arribó con
la idea de conocer el país sin descartar la posibilidad de que si le gustase,
se quedaría en éste.
Caracas, año ´82 y sin nada en el bolsillo,
este fue el escenario en el cual se comenzó a escribir su historia. Ramiro durante
esta época afirma haber trabajado duro, pues hacía jornadas simultáneas,
trabajando día y noche. Manejaba un camión y cuando caía el sol era mesonero.
Dormía alrededor de 4 horas durante casi seis años.
De breve hablar, este gallego describió esos
primeros esfuerzos sin quitar atención alguna de su negocio.
El trabajo constante y responsable lo llevó a
ser gerente de una tienda de ropa para el interior del país, cambiando su rumbo
hasta San Felipe y luego a Acarigua.
Pero
fue en el ´89 cuando decidió independizarse en el negocio de alimentos. Su
motivo se inclinó hacia una propuesta de trabajo que le surgió en la misma
empresa para la cual laboraba, ya que una tienda más grande abriría sus puertas
en San Félix y la responsabilidad de ésta quedaría a su cargo.
Este español, se suma a la lista de europeos
que se dejaron cautivar por la belleza venezolana, pues se casó con una
caraqueña nacida en Petare con la cual tiene tres hijos.
“Aquí en Venezuela siempre hubo esperanzas y
todavía las hay, pues trabajando honradamente uno puede vivir. Cualquiera que
monte un negocio de perrocaliente, por su cuenta y bien administrado, puede
ganar un sueldo mejor que el de un empleado. Yo me puse a vender alimentos y
gracias a Dios me fue bien”, comentó Ramiro.
La amabilidad de la gente es uno de los
aspectos que le gusta del país. Confiesa que los primeros años fueron
difíciles, ya que extrañaba a su familia; sin embargo, fue a España después de
veintiún años de estadía en Venezuela.
Como obsequio le gusta
llevar el chocolate a España; en cuanto a la gastronomía criolla su plato
favorito es el pabellón y el lau lau; la Gran Sabana y las represas son sus
sitios predilectos, señalando que si España tuviera la belleza y los ríos
venezolanos fuera el país más rico del mundo; afirma que se siente turista en
Galicia, pues acá tiene a su familia. En definitiva, piensa que si una persona
se va de su país por veinte años, ya no es de allí.
A este personaje lo
delata su acento y el comer en demasía, pues los gallegos se caracterizan por
esto, sobretodo por la debilidad hacia
los platillos grasosos.
Ramiro no ha renunciado al cocido gallego y a
la paella valenciana, ni tampoco el reunirse con sus paisanos en la hermandad
gallega. Ni hablar del fútbol pues “España es la mejor”, al igual que la
costumbre de ver Televisora Española.
“No se me olvida Galicia, porque cuando voy
habló más gallego que mis hermanos que están 50 kilómetros. Sin embargo, no
tenemos la costumbre que tienen algunos de otras culturas que cuando quieren
que no los entiendan, hablan en su idioma de origen”, señaló.
Este residente pasaría
su vejez en Guayana y si de emigrar se trata volvería a España.
Llegó con la idea de regresar, pero después de
tener un vehículo y un apartamento cambió de parecer, quedando anclado por los
años a Venezuela.
La vida económica, según su percepción, es más
fácil en este país que en España para aquel que quiera trabajar y las mujeres
son muy bonitas y parranderas, a diferencia de sus paisanas.
Guayana para Ramiro es
“una de las mejores ciudades que hoy en día tiene Venezuela y no la cambiaría por otra. Me ha dado cosas
muy buenas”.
Un trabajo para el
mañana
Hace dieciocho años atrás Haidar
Cheaitou arribó a los suelos de Margarita. Solo y tras la búsqueda de trabajo y
la voluntad de seguir adelante, este libanés emigró de su país con el firme
propósito de evitar la guerra y los conflictos armados que existen
en el medio oriente.
La ayuda de un hermano sirvió de
respiro para la llegada Haidar. Éste le sirvió de soporte durante sus inicios
en el nuevo país sudamericano.
Dos años en Margarita y diez en
Maracaibo marcarían el preámbulo para su entrada a Guayana.
Y es que el libanés viene con la
meta de trabajar y preparar el futuro para estar en un mejor nivel, pensando
siempre en regresar a su tierra, así lo afirmó.
Haidar comenta que generalmente en
El Líbano se tienen dos casas, una en el sur y otra en la capital, pues con el
clima no siempre se puede trabajar todo el año en el pueblo y es por esta razón
que se deben trasladar hasta la capital. En el período de vacaciones se vuelve
al pueblo, donde la vida es más tranquila, cómoda y relajada.
No obstante, cuando había guerra o
desorden en El Líbano se iba a la capital y cuando hubo la guerra civil de la
capital se tuvieron que trasladar al sur, “siempre ha sido un corre, corre”,
añadió.
Hoy con treinta y seis años y toda
su familia en tierras venezolanas, Haidar comenta que su filosofía de vida se
basa en estar siempre activo y productivo. “Si hay que trabajar las veinticuatro
o doce horas hay que hacerlo, buscando las metas para el mañana”, agregó.
En El Líbano su familia tenía
abastos, mientras que acá Haidar tuvo que comenzar de cero en el negocio de la
ropa. En Maracaibo cambió de ramo a la venta de electrodomésticos y siempre
luchó por mejorar, ya que recuerda que llegó sin capital alguno.
Se casó por primera vez con una
venezolana, con quien tuvo cuatro hijos, no obstante ahora está en compañía de una paisana árabe.
La amistad y los amigos que ha hecho
en su estadía, al igual que el estilo de vida del venezolano, son cosas que le
gustan. En Maracaibo tuvo la oportunidad de trabajar con gente Guajira quienes
le tendieron la mano en su crecimiento económico.
Según su opinión, el venezolano vive el día
para su vida, el momento sin pensar en el futuro, lo que le resulta distinto
culturalmente, pues el libanés trabaja para guardar y ahorrar.
Con respecto al aporte que siente que ha dado a Venezuela, señala que hay varias personas que han trabajado con él durante ocho años, quienes
hoy día tienen su negocio propio. Han tomado la costumbre, la rutina de trabajo
y el pensar para el futuro.
Le gusta llevar
como obsequio imágenes de Venezuela, para que vean que es una vida muy
tranquila y distinta a la de El Líbano.
Haidar señala que Guayana ha
significado “bastante” y que se siente
contento de estar aquí. Recomienda visitar el parque La Llovizna y Cachamay, al
igual que la Represa de Guri. En cuanto a
la gastronomía no ha tenido la oportunidad de disfrutarla por su religión,
pues a los musulmanes no se les permite comer carne.
Afirma que cuando adquirió su nacionalidad se sintió feliz, pues a partir de ese momento tendría más libertad, ya que con el pasaporte
libanés se le hacia difícil salir a cualquier país latinoamericano.
Al hablar de su vejez, se la imagina
en su pueblo al sur de El
Líbano, con la familia y tranquilo.
No ha pensado en
salir de Venezuela y de irse a otro
lugar escogería la Gran Sabana. Señala que la vida en su país es cara y por
ejemplo su familia que está formada por once hermanos para mantenerlos hay que
luchar bastante.
Piensa que en El Líbano hay un
noventa por ciento de emigración, pues no hay fuentes de trabajo, recursos
naturales ni petróleo. Simplemente se valen de la siembra y el territorio es
muy pequeño, más que la extensión del Lago de Maracaibo.
Un amor, una
oportunidad
Su matrimonio con un cubano en el
año`69 marcaría un cambio radical en la vida de esta norteamericana. Para Mary
Martha Pazos, el acompañar a su esposo a Venezuela se convirtió en la
experiencia más hermosa de su vida.
El conseguir un trabajo en lo que antes se conocía como Sidor, fue lo
que motivó a que esta pareja llegara a las tierras guayanesas.
La idea era quedarse sólo cinco
años y luego volver a los Estados Unidos y hoy casi cumple los treinta y siete
años en la región, comenta sonriente.
Recién casados y con poco dinero decidieron venirse en un barco que
hacía transporte de carga, pero que a su vez hacía el traslado a algunos
pasajeros, pues ésta era la forma más económica de viajar.
Con doce cajas de libros llegaron al
puerto de la Guaira y luego por carretera arribaron a Guayana. Un representante
de Sidor los guió hacia Los Peregrinos, en donde les tenía un apartamento para
su uso. Sin luz, muebles y en condiciones poco deseables pasaron su primera
noche.
Luego Felipe -su esposo- le dio a
escoger en dónde vivir, en Puerto Ordaz o en Mapanare. Y ella decidió que era
mejor la segunda opción, pues estaría entre la misma gente de Sidor y así
aprendería el idioma.
Vivieron en Mapanare de dos a tres
años y la casa era la última de una esquina que daba frente al monte, recuerda que tenía el patio
árido, sin gramas y con un cactus.
Colocaron las cajas como mesas y
después alguien les prestó un juego de jardín. Gracias a que su esposo
trabajaba en Sidor, le fiaron una cama, una nevera y una cocina. Y así fueron
aprendiendo y viviendo con lo poco que tenían.
“Lo único difícil fue el clima,
porque a mi gustaba muchísimo el frío. Me costó acostumbrarme a la ecología de
sabana, me gustan los cerros y la vegetación muy tupida, pero en ese entonces
sólo se veía el llano con esos matorrales, árboles torcidos y monte quemado”,
comentó.
Después
de diez años fue a visitar a su familia a los Estados Unidos y cuando volvió,
sintió que estaba llegando a casa.
Extraña de su país la facilidad con
la cual se hacían las diligencias; afirma que hay mucha gente que aún le
pregunta por qué está entre “monte y culebra” si nació en Washington D.C., pero
en definitiva ella piensa que se comió
la cabeza de la sapoara, pues ya se siente guayanesa.
Mary señala que el mayor aprendizaje que ha adquirido en este lugar es
que se pueden ensayar cosas nuevas, crear y poner en práctica las ideas
propias. En los Estados Unidos ya todo está encaminado y las personas llevan un
plan de vida que está por encima de la importancia de la gente. Aquí todavía se
puede ver que lo humano es más importante que las cosas.
Esta guayanesa de Norteamérica ha
puesto en práctica su mística amando a la gente y a la vida. De niña quería ser
profesora de inglés, sin embargo cuando estaba en el último año del
bachillerato decidió inclinarse hacia la música, pues el idioma lo podía
complementar sin profesor alguno. Alternó sus estudios con cursos de lenguajes,
francés, interpretación oral, filosofía y hasta teología, pero su carrera
básica fue la música.
Cuando llegó a la zona dio clases de
piano en el Centro de Educación Música Integral
(CEMI) e inglés en el Politécnico y hoy día en la UCAB.
El chocolate, el café, la harina pan, las fotos, los libros de folclore
y la música, son los mejores regalos de Venezuela que puede llevar a sus
familiares norteamericanos. Su gusto por la gastronomía se inclina hacia la
cachapa, el queso de mano y “el perico”. Si le tocara emigrar seleccionaría a
Italia para vivir, pues quedó enamorada de la antigüedad y de las callecitas
medievales en las cuales se siente el peso de los años, aunque reafirma que
quisiera vivir donde la ponga Dios.
Aunque no se ha nacionalizado
venezolana, Mary se considera “ciudadana del mundo” y define a Guayana como una
“tierra de esperanzas y del futuro. Es tierra donde la gente siente, ama, vive
y respira cosas nuevas, oportunidades, cambios y progresos. Guayana, ¡es lo
máximo!”.
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